HOGAR

Papá se sentó en el porche. Hacía años que no trabajaba y pasaba ahí el día. En el barrio no quedaba ningún vecino, les vi marchar a todos, y ahora, todo estaba en silencio. Yo nunca salía de casa. La televisión no funcionaba y no podía ver dibujos, por lo que sentada en el sofá, me dio por leer. El único ruido oía era el agradable sonido de burbujas del agua hirviendo que salía de la cocina. Mi padre se levantó de la silla. Cojeando cruzó el salón y cuando pasó por mi lado me acarició el pelo, como siempre hacía. Entró en la cocina y cerró la puerta.

No podemos seguir así  escuche a mi madre. Ya casi no nos quedan patatas.

Yo leía mucho. Apenas jugaba y encontré entretenimiento en aquellos libros que mi madre traía de la biblioteca donde trabajó durante años.

¿Ya entiendes algo, hija?  dijo mi padre acariciándome de nuevo el pelo cuando de vuelta iba otra vez al porche.

Aquella calma igual me ayudó y pronto empecé a comprender a las personas de esas vidas que entre aquellas palabras alguien contaba en esas páginas. Pasaba horas leyendo y los días los medía por libros leídos. No tengo mal recuerdo de esos meses, las mañanas eran tranquilas y era bonito estar los tres solos. Lo único que no me gustaba era ese olor que estaba por todas partes.

¿A qué huele mamá? dije aquel primer día que desperté en ese oscuro lugar entre ruidos de lejanas explosiones.

Hija, sigue durmiendo me dijeron mis padres.

Por las noches bajábamos a ese rincón de debajo de casa que quedó sin construir. Era básicamente un agujero en el sótano donde pasábamos la noche para protegernos de los bombardeos. Entre los ruidos de helicópteros, disparos y bombas, me imaginaba una lejana nocturna tormenta de verano. Me dormía intentando adivinar el olor que había, «al aceite quemado en los pantalones sucios de mi hermano mayor cuando volvía del taller, a plástico quemado, polvo de cemento, basura podrida...»

Hay que irse de aquí  dijo mi madre un día.

¡Yo de aquí no me muevo! Ya lo dije, ¡teníamos que haber atacado antes, mucho más fuerte y acabar de bombardear a todos esos bastardos! ¡Pero ahora mira como estamos!  dijo enfadado mi padre.

Mi madre lo miró a los ojos.  No hables así, por favor.

Al día siguiente yo cumplí 11 años y subí corriendo ilusionada del sótano a la cocina a beber agua. En la calle, una patrulla en un tanque que volvía de maniobras nocturnas le pareció divertido desahogarse disparando un cañonazo contra el único edificio en pie de toda la calle. Yo no recuerdo nada justo después.

Han pasado 20 años y mi hermano nunca más ha vuelto. Mi padre apenas ya habla y mi madre ha envejecido mucho. A mi, esa explosión me dejó ciega y casi sorda. Recuerdo que los brazos de mi padre me sacaron de los escombros, y escuchaba gritar a mi madre como si estuviese detrás de un muro de piedra. 

Ahora todo esta a oscuras para mí, lleno de remotos ruidos de fondo. Y por las noches dormimos los tres juntos, en silencio, en paz. Yo sigo jugando a identificar olores, pero ahora son diferentes; son más bonitos.

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